Muy ingenuos o fatuos han de ser los políticos para no haberse hecho a la idea de que nadie los quiere y en general caen fatal. De que, si dejan de gobernar, es porque los votantes están hartos de ellos y ya no los pueden ni ver; y de que, si gobiernan, no es porque los ciudadanos les tengan confianza y les encuentren méritos, sino por el mero deseo de quitarse de encima a los anteriores. Es cierto que hay muchos políticos que, pese a todo, son fatuos (ingenuos me temo que no), pero hasta los más engreídos deben saber, a estas alturas, lo antipáticos que caen a la mayoría de la población. En vista de lo cual, parece como si casi todos hubieran decidido que de perdidos al río. ¿Resulto antipático? Pues se van a enterar los electores de lo que es la antipatía personificada.
Y sin embargo es curioso lo que le ocurre al Partido Popular: de tarde en tarde, sus dirigentes se sorprenden y asustan del odio que han llegado a concitar. Se palpan la ropa, se ahuecan el cuello de la camisa para respirar, les entran sudores fríos, ponen cara de perplejos, se sienten ofendidísimos y, si los abuchean o les cae algún huevo, echan a correr y se escabullen por la puerta de atrás de donde estén. Les sucedió tras sus mentiras del 11-M de 2004, y durante varios años concentraron sus esfuerzos en dejar de dar miedo y en intentar atenuar su antipatía natural (esto último con escaso éxito, hay empresas que trascienden la voluntad de quienes las acometen). Si algo los ayudó, fue la antipatía o estupidez de demasiados subordinados de Zapatero, que diluyó levemente las suyas. Ahora bien, en pocos meses el nuevo Gobierno del PP ha recuperado con creces el terreno perdido, y sus ministros se nos han hecho insoportables: la que no es una pava como Ana Mato, es un chuleta incongruente como Arias Cañete; el que no es un metepatas como García Margallo (muy adecuado para la diplomacia), es un vaina como Soria, que convoca a los españoles a veranear aquí porque en el extranjero hay mosquitos (!); el que no es un incompetente despectivo como Montoro, se torna un beato sádico como Gallardón, que quiere obligar a llevar una vida de sufrimiento constante a criaturas que maldecirán el día de su nacimiento, con toda probabilidad.
Pero a los gobernantes se los llega a odiar también -tal vez más- por los daños pequeños y gratuitos. El PP no se da cuenta de cuántas personas tienen una existencia tan limitada y modesta que para ellas es de suma importancia la televisión, y en particular la estatal, que consideran propia, con razón. Entre los aciertos de Zapatero estuvo el de convertirla en algo más que decente. Su director había de ser elegido por dos tercios del Parlamento, es decir, por consenso, y por tanto no podía ser un energúmeno ni un fanático ni un cobista, de un bando u otro. Se consiguió que los informativos fueran imparciales y dependieran más de los profesionales que de los políticos que, sobre todo en la tenebrosa época de Aznar, los habían sesgado a su favor. Eso se tradujo en que fueran los más seguidos con diferencia, recibieran elogios y premios internacionales, y que en alguno de éstos se los juzgara mejores que los de la BBC. En vista del éxito, el Gobierno ha cambiado por las bravas el método de elección de su director, y ha llenado sus informativos de esbirros de Telemadrid: el canal con peor fama, con más protestas abochornadas de sus trabajadores, hartos de su desfachatada parcialidad, y que menos gente ve. Como en TVE había periodistas que daban confianza a los espectadores -Xabier Fortes o Ana Pastor-, se ha prescindido de ellos a toda velocidad. Pero no es sólo eso: a los ciudadanos les complacían mucho tres o cuatro series de ficción: Águila Roja, Cuéntame, La República y la cotidiana Amar en tiempos revueltos. Pues fastidiémosles eso también. En cuanto se emitan los episodios atrasados de esta temporada, Amar ya no se verá en TVE, sino, con variaciones forzosas (ay), en Antena 3, y algo semejante va a ocurrir con las demás. Todo con el pretexto de ahorrarse el chocolate del loro. Supongo que se trata de la operación habitual: se deteriora deliberadamente lo público para luego poder argüir que no es viable, se hace de lo decoroso una porquería para que las audiencias se hundan y “convenga” privatizar o eliminar lo público. Es el método de Aguirre y también fue el de Thatcher, que condujo. a Gran Bretaña a su mayor decadencia. Pero la gente normal no se fija en esto: repara en que ya no puede ver unos informativos imparciales y sin censura, ni a sus favoritos Fortes o Pastor, ni oír a los de Radio Nacional, Lucas, Garrido o Pepa Fernández. Comprueba que la han privado de lo que para muchos era su único consuelo diario, las entregas de sus series preferidas. Ancianos, jubilados, parados, pobres, enfermos, individuos con vidas ingratas, tristes o solitarias, son numerosos los que sólo disponían de eso. Al PP se lo odiará de nuevo, quizá más que por sus otras despiadadas medidas, por estas crueldades pequeñas y gratuitas. Y llegará el día en que sus dirigentes volverán a sorprenderse, y se asustarán.
Y sin embargo es curioso lo que le ocurre al Partido Popular: de tarde en tarde, sus dirigentes se sorprenden y asustan del odio que han llegado a concitar. Se palpan la ropa, se ahuecan el cuello de la camisa para respirar, les entran sudores fríos, ponen cara de perplejos, se sienten ofendidísimos y, si los abuchean o les cae algún huevo, echan a correr y se escabullen por la puerta de atrás de donde estén. Les sucedió tras sus mentiras del 11-M de 2004, y durante varios años concentraron sus esfuerzos en dejar de dar miedo y en intentar atenuar su antipatía natural (esto último con escaso éxito, hay empresas que trascienden la voluntad de quienes las acometen). Si algo los ayudó, fue la antipatía o estupidez de demasiados subordinados de Zapatero, que diluyó levemente las suyas. Ahora bien, en pocos meses el nuevo Gobierno del PP ha recuperado con creces el terreno perdido, y sus ministros se nos han hecho insoportables: la que no es una pava como Ana Mato, es un chuleta incongruente como Arias Cañete; el que no es un metepatas como García Margallo (muy adecuado para la diplomacia), es un vaina como Soria, que convoca a los españoles a veranear aquí porque en el extranjero hay mosquitos (!); el que no es un incompetente despectivo como Montoro, se torna un beato sádico como Gallardón, que quiere obligar a llevar una vida de sufrimiento constante a criaturas que maldecirán el día de su nacimiento, con toda probabilidad.
Pero a los gobernantes se los llega a odiar también -tal vez más- por los daños pequeños y gratuitos. El PP no se da cuenta de cuántas personas tienen una existencia tan limitada y modesta que para ellas es de suma importancia la televisión, y en particular la estatal, que consideran propia, con razón. Entre los aciertos de Zapatero estuvo el de convertirla en algo más que decente. Su director había de ser elegido por dos tercios del Parlamento, es decir, por consenso, y por tanto no podía ser un energúmeno ni un fanático ni un cobista, de un bando u otro. Se consiguió que los informativos fueran imparciales y dependieran más de los profesionales que de los políticos que, sobre todo en la tenebrosa época de Aznar, los habían sesgado a su favor. Eso se tradujo en que fueran los más seguidos con diferencia, recibieran elogios y premios internacionales, y que en alguno de éstos se los juzgara mejores que los de la BBC. En vista del éxito, el Gobierno ha cambiado por las bravas el método de elección de su director, y ha llenado sus informativos de esbirros de Telemadrid: el canal con peor fama, con más protestas abochornadas de sus trabajadores, hartos de su desfachatada parcialidad, y que menos gente ve. Como en TVE había periodistas que daban confianza a los espectadores -Xabier Fortes o Ana Pastor-, se ha prescindido de ellos a toda velocidad. Pero no es sólo eso: a los ciudadanos les complacían mucho tres o cuatro series de ficción: Águila Roja, Cuéntame, La República y la cotidiana Amar en tiempos revueltos. Pues fastidiémosles eso también. En cuanto se emitan los episodios atrasados de esta temporada, Amar ya no se verá en TVE, sino, con variaciones forzosas (ay), en Antena 3, y algo semejante va a ocurrir con las demás. Todo con el pretexto de ahorrarse el chocolate del loro. Supongo que se trata de la operación habitual: se deteriora deliberadamente lo público para luego poder argüir que no es viable, se hace de lo decoroso una porquería para que las audiencias se hundan y “convenga” privatizar o eliminar lo público. Es el método de Aguirre y también fue el de Thatcher, que condujo. a Gran Bretaña a su mayor decadencia. Pero la gente normal no se fija en esto: repara en que ya no puede ver unos informativos imparciales y sin censura, ni a sus favoritos Fortes o Pastor, ni oír a los de Radio Nacional, Lucas, Garrido o Pepa Fernández. Comprueba que la han privado de lo que para muchos era su único consuelo diario, las entregas de sus series preferidas. Ancianos, jubilados, parados, pobres, enfermos, individuos con vidas ingratas, tristes o solitarias, son numerosos los que sólo disponían de eso. Al PP se lo odiará de nuevo, quizá más que por sus otras despiadadas medidas, por estas crueldades pequeñas y gratuitas. Y llegará el día en que sus dirigentes volverán a sorprenderse, y se asustarán.
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